4/10/07

Deconstrucción de un mito.

Por Elizabeth Burgos
A más de treinta años de su muerte, la figura de Ernesto Guevara de la Serna sigue siendo una fuente poderosa de proyección de fantasmas que por su anacronismo se adelantó a la estética post-moderna, convirtiéndose en una de sus figuras emblemáticas. La mayor paradoja de la vigencia de un entusiasmo tan persistente, es la de tratarse de una figura que en su corta vida pública - apenas diez años - acumuló más fracasos que aciertos. La otra vertiente de la paradoja es que si hubiese logrado materializar su proyecto en poder, hubiera generado, por su extensión - nada menos que todo el continente latinoamericano - uno de los regímenes totalitarios más extensos del planeta.
Pese a la ideología del éxito que hoy impera, lo que parece despertar la admiración que se le profesa, es precisamente su condición de víctima, y de perdedor.
Perdió ante los economistas en su intento de imponer un sistema de producción destinado al imperativo del surgimiento del “hombre nuevo”; ocasionando de paso, que su corta incursión por la gestión económica, marcara el rumbo del desastre económico cubano. En lo político, su lucha en pos del surgimiento de una sociedad ideal, se estrelló contra la realidad que imponen las normas culturales, producto de siglos de historia, por lo que el "hombre nuevo" nunca vio la luz en Cuba. Es sabido que las normas que rigen una sociedad, no se transforman por simple decreto, ni atendiendo a mandatos voluntarios (la transformación de un cuerpo social, pese al voluntarismo más exacerbado, termina imponiendo los imperativos que le son propios.) Y por último, en lo militar, y por haber constituido el sustento mayor de su acción, significa el más rotundo de sus fracasos. El desenlace patético en el Congo, y el no menos dramático en Bolivia que le costó la vida, lo demuestran.
La segunda constatación, más sorprendente aún, es la desproporción existente entre la admiración que se le profesa en sectores anticonformistas y libertarios, y el dogmatismo de su postura ideológica. Estos, reacios a toda autoridad parecen ignorar que la acción política de Ernesto Guevara se apoyaba en un dogmatismo inflexible que de haberse convertido en poder, hubiesen sido ellos sus primeras víctimas. No se debe olvidar que el primer campo de trabajo de reeducación que se abrió después de la revolución, destinados a aquellos que faltasen a la moral revolucionaria, fue iniciativa del Che.
Su personalidad intransigente defensor inquebrantable de su fe lo acercaban más del estilo de un Savonarola que del líder libertario al que se le suele asimilar. No son pues ni los triunfos ni su idea de sociedad lo que mantiene la vigencia de esa figura. Es más bien la orfandad ideológica en la que se debate el mundo de hoy, regido por la impostura y la corrupción, la que conduce al culto que se profesa al hombre que marcó una época por haber sido consecuente al extremo con los preceptos de su prédica. Ante la carencia actual de figuras en donde apoyar la necesidad arcaica de los hombres de contar con un guía con quien identificarse o un redentor que les marque un camino, la figura del Che Guevara aparece como un aliciente; suerte de reserva afectiva, refugio protector en donde guarecer la espera de tiempos mejores.
Desde que se anunció el fin de la Historia y la muerte de las ideologías, nunca el deseo de símbolos y de espiritualidad se ha manifestado con tal agudeza. Es por ello que hoy, el mercado de las imágenes ha resultado el gran favorecido de esta situación, habiendo logrado así conjugar en un solo ámbito, la vida política, el mundo de los negocios y el espacio religioso.
La consagración y la perennidad de la imagen del Che, su transformación en símbolo y su proyección en el espacio imaginario colectivo - y en ello también el Che como producto mediático se adelantó a su época - fue obra de dos fotógrafos que se encontraron en el sitio y el momento precisos para fijar la imagen que le daría cuerpo al mito, gestando así una memoria sin olvido, una manera de existir para siempre ante los ojos del mundo.
En primer lugar, el cliché que muestra el rostro revestido por un halo patético, premonitorio de muerte, realizado por el Cubano Korda, cuando el Che se le introdujo inopinadamente en el visor de la cámara, en el transcurso de un acto en una tribuna pública en La Habana; convertido luego en el célebre cartel que desde hace treinta años recorre el mundo.
Y en segundo término, la imagen de la muerte en Vallegrande, del boliviano Freddy Alborta que, al otorgarle la singularidad de un Cristo, realizó la concreción definitiva de un destino. La paradoja radica en que la imagen de un cadáver suele representar el fin de una trayectoria; en este caso, significó el comienzo de la inmortalidad: no siempre mata la muerte, y el Che no lo ignoraba. El martirologio sufrido a manos de sus captores, con apoyo solícito de la CIA, relegó al olvido sus fracasos y sus ideas dogmáticas. Lo que se venera hoy, no son sus triunfos ni sus ideas, sino la sacralización de un itinerario personal. Privó la dimensión del ser ante el hacer. En ello consiste la paradoja: en una época en que el “ser” tiende a desaparecer en aras del “hacer”, se impuso su manera de existir. Ese ha sido y es su mayor triunfo.
Su popularidad se sustentó al principio en la fantástica escena mediática que significó la Revolución Cubana, escenario de proyección mundial desde donde predicó su fe inquebrantable en la revolución y en la lucha armada; expresión que luego reemplazó por la de “violencia revolucionaria”. Ernesto Guevara sólo creía en la guerra, la vivía intensamente y la consideraba como un medio de realización personal; en cuanto a la política como arte de gobernar, sencillamente la desdeñaba.
Por su estructura mental, el Che se perfila como un personaje con poca complejidad psicológica; su discurso es simple, sus ideas no lo son menos. Ninguna sinuosidad viene a romper la rectitud de la línea que se trazó desde que, tras el desembarco del Granma, escogiera el fusil en lugar del equipo médico. Su personalidad no posee la faz secreta, ese lado oscuro que suelen poseer los grandes personajes de la historia. Contrariamente a Fidel, hombre múltiple, de luces y sombras, el Che es como la luz de mediodía que aplana los volúmenes y quita todo relieve al mundo circundante. Preocupado en extremo por el sentido que buscaba darle a su vida, no se percibía en él una gran preocupación metafísica. Se puede decir que él optó por encarnar la metafísica; su propio cuerpo fue el mediador directo de esa búsqueda.
Desde su niñez, a causa de su enfermedad, mantuvo con el cuerpo y con la muerte una relación de estrecha complicidad. Ese cuerpo, centro privilegiado de las preocupaciones de su madre, devino la sede de su escenario privado, generando esa inclinación precoz de hacer de su vida una auto ficción, terreno feraz en donde fue preparándose el ámbito propicio al surgimiento del mito. Vivía tan pendiente de sí mismo que llegó a amoldar lo real a su sistema imaginario, a someter el mundo a su propio escenario en aras de alcanzar el designio que se había propuesto de antemano, y cual Cristo, alcanzaría plenamente con su muerte: la inmortalidad. Ensimismado en su cuerpo, sede de todos sus fantasmas, cada síntoma, cada manifestación fisiológica la consignaba en los diarios íntimos que, atendiendo a un hábito precoz, llevó a lo largo de su vida. A las manifestaciones de su cuerpo les otorgaba la misma alcurnia que a los acontecimientos de alcance histórico; es una de las singularidades del Diario de Bolivia.
A sus comienzos titubeó entre ser un médico famoso o actor de cine, o escritor, o metamorfosearse en hombre de acción; optó por esto último. Se adjudicó el papel de héroe, investido de una misión salvadora, poniendo su vida al servicio de los otros, y, como es propio al oficio de héroe, arrogándose el derecho de matar en aras de la salvación de otros hombres.
Para el Che participar en los combates significaba un goce y no dudaba en practicar el asesinato ritual; es una de las facetas de su personalidad que precisamente, ponen de manifiesto las diferentes biografías recientemente publicadas. “Cuando tenía en la mira del fusil a un soldado, disparaba sin remordimiento porque sabía que así estaba contribuyendo a luchar contra la represión y a salvar del hambre a los niños que estaban por nacer”, dice a su manera de explicación de esa tendencia que nunca disimuló porque, sencillamente, era incapaz de disimulo. También afirmaba que el revolucionario debía convertirse en una certera arma de matar.
Su necesidad de sentir la experiencia del combate cuerpo a cuerpo lo distingue de un verdadero jefe militar, para quien lo principal es ganar batallas, y no participar directamente en ellas. Cuando esto sucede es porque las circunstancias así lo requieren, y cuando es menester fusilar, ordena que lo haga un pelotón destinado a esos efectos. El Che no dudaba en ejecutar personalmente a traidores o sospechosos de serlo. En la Sierra Maestra, pronto se percató que en tanto extranjero, para alcanzar la legitimidad en el grupo y establecer la autoridad a la que aspiraba, le era indispensable afirmarse ante sus compañeros. El rito de paso, en las circunstancias que impone la guerra, es la infracción colectiva de la ley. Cometer el acto prohibido por excelencia: el derramamiento de sangre - la secreción humana con mayor carga sagrada. Se tiende olvidar, y por ello se la idealiza, que la guerra se hace matando y ese gesto es el ritual que sella entre los hombres la hermandad más intensa; pacto de causa común que le otorga cohesión al grupo.
Ese reto constante de la muerte le proporcionó alcanzar la gran obra maestra que fue la suya propia. En ese enfrentar y dar la muerte, estaba también implícita la misión salvadora de la que se sentía ungido; misión que le autorizaba a violar el tabú mayor: el matar por mano propia, prerrogativa de los héroes según las normas que gobiernan su acción.
No es que ello borre la carga de culpabilidad que ese acto conlleva; al contrario, la acción del héroe aparece justificada, al brindarse éste como receptáculo o portador voluntario de la culpabilidad del acto prohibido que el común de los mortales le delega. Según Roger Callois, cuando surge en la sociedad la necesidad de vengar un estado de humillación, la tendencia es la de recurrir a la mediación del héroe; primer paso hacia el surgimiento del mito: al héroe se le otorga el derecho superior “no tanto al crimen, como a la culpabilidad por delegación”: carga que el común de los mortales rehúsa.
El héroe, al asumir la culpabilidad colectiva, adquiere su condición de mito. El mito es entonces una creación que responde a una necesidad psicológica y es también un instrumento de reconocimiento colectivo; ese papel de mediador le confiere también la calidad de símbolo.
Los mecanismos de la creación y el funcionamiento de los mitos, no sólo en sus componentes afectivos, son la clave para desentrañar la paradoja que representa Ernesto Guevara y su conversión en el Che. Sin embargo, ante todo, es necesario señalar, volviendo a Roger Callois, que “el mito no es atributo exclusivo de un héroe” y que se debe distinguir la “mitología de las situaciones y la de los héroes”.
En el ámbito latinoamericano y en el internacional, la mitología de la situación que ha favorecido el surgimiento del mito del Che, se generó en le contexto histórico de entonces; por ello es necesario volver la mirada a aquel tiempo, volver al pasado para situarlo en lo que, después de todo fue: un hombre de su tiempo.
En América Latina, tras el derrocamiento de Arbenz en Guatemala en 1954, el andar de la historia parecía haberse detenido. Sin embargo dos acontecimientos, casi concomitantes le imprimen a la historia del continente un ritmo de crucero. En 1958, un movimiento civil- militar derroca la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela y opta por la instauración de un régimen democrático. Un año más tarde, en Cuba, un movimiento liderado por Fidel Castro derroca la dictadura de Fulgencio Batista e instaura una revolución radical.
Esos dos acontecimientos, que habiendo tomado senderos divergentes, han caminado sin embargo paralelamente - y por cierto ambos en crisis actualmente - proponiendo dos modelos del hacer político y social en el continente. A los cuales se suma más tarde la experiencia chilena de la Unidad Popular que pretendió realizar la síntesis de ambos: justicia social con democracia.
Ambos demostraron rápidamente la voluntad de proyectarse en la escena internacional. En Venezuela, el presidente electo, impulsó la doctrina que lleva su nombre, la doctrina Betancourt, cuyo objetivo era de favorecer la instauración de regímenes democráticos en el continente, negándole reconocimiento diplomático a los gobiernos de facto. Mientras que la Revolución Cubana decretaba, sin tomar en cuentas ni matices ni circunstancias históricas, una única vía, la línea de la lucha armada. Su inmenso prestigio entre las nuevas generaciones, arrastró a muchos jóvenes a sumarse al designio de La Habana. El resultado fue una generación inmolada; ésta, normalmente destinada a tomar el relevo de los políticos de viejo cuño sucumbió en el intento. Aquellos que no murieron, hoy viven la amargura de la derrota. Otros persisten en querer repetir los mismos errores, sin percatarse de que el conocimiento se forja, no en la repetición de lo mismo, sino en el intento de otras vías, en las que, inevitablemente, se cometerán errores, pero serán inéditos, y de allí surgirá una nueva configuración acorde con los retos actuales. De otra forma, se persistirá en las acciones mediático-suicidas, tan comunes en nuestro continente, engrosando así la larga lista de los mártires de la revolución.
Primicias de la vía armada.
El 27 de enero de 1959, - lo prematuro de la fecha reviste singular importancia - tuvo lugar un foro organizado por el PSP (antiguo nombre del partido comunista Cubano) en La Habana. Allí “en el discurso más importante pronunciado por un líder de la revolución, en el que se anunciaban las grandes líneas de la política interna y externa de Cuba, - según apunta su biógrafo americano, Anderson - el Ché diseña los objetivos nacionales e internacionales de la reciente revolución: democracia armada, reforma agraria, confiscación y control de los bienes del mercado en manos extranjeras y un llamado a los países de América Latina para que adoptaran el modelo Cubano de revolución: “Hemos demostrado que un pequeño grupo de hombres (...)que no tiene miedo de morir puede vencer a un ejército regular (...) La revolución no está limitada a la nación Cubana porque ha tocado la conciencia de América”.
Pocos días antes, el 23 de enero de 1959, en el primer viaje que realizara a un país latinoamericano, Fidel Castro proclamó, en un discurso pronunciado en la plaza de El Silencio de Caracas, la guerra de guerrillas continental, pronosticando que, siguiendo el ejemplo de Cuba, la Cordillera de los Andes se convertiría en la sierra Maestra del continente. El Che, por su parte, advierte a los gobiernos que los pueblos latinoamericanos seguirán el ejemplo de Cuba y en el Primer Congreso de Juventudes hace un llamado a la juventud latinoamericana, incitándoles a “contemplar la belleza de la muerte cuando se alcanza mediante el sacrificio colectivo por la liberación”. “No siempre son necesarias las condiciones para hacer la revolución, éstas pueden ser creadas por el foco guerrillero”, afirmó ya en aquella ocasión. Al voluntarismo de las proclamas de lucha, el Che Guevara inculcó la idealización del campesinado como el motor de esa lucha, sentando así las bases de la acción guerrillera en el continente. El foco guerrillero, compuesto por una élite restringida, debía crear las condiciones para formar el ejército de liberación integrado por campesinos. Poco importaba que se tratara de un país petrolero en donde los campesinos habían emigrado a las ciudades, como era el caso de Venezuela; o que los sindicatos campesinos (surgidos tras una revolución que en 1952 realizó una reforma agraria) hubieran firmado un pacto militar-campesino como en el caso de Bolivia, en donde tal vez aquellos que hubieran respondido a su llamado, habrían sido los obreros. Pero el Che desconfiaba de los sindicatos obreros, considerados por él como pequeño burgueses preocupados por reivindicaciones saláriales.
En el plano internacional la combustión en el llamado Tercer Mundo, había llegado al paroxismo: guerras anticoloniales en el África, guerra de Vietnam, masacres de comunistas en Indonesia, intervención norteamericana en Santo Domingo etc. contexto poco propicio al discurso moderado, pero sí las expectativas del Che que preconizaba el enfrentamiento violento de los débiles contra los países más poderosos. Contra la supremacía de Estados Unidos, pero también contra la URSS, por faltar a su deber de internacionalismo con los países oprimidos. Por ello la guerra que intentaba librar tenia para él un doble objetivo: vencer a la potencia norteamericana, pero también obligar a los países socialistas a volver a la senda de su vocación primigenia, rehabilitándose de su traición a los principios.
Al desencadenarse una situación bélica suficientemente amplia, a la URSS no le quedaría otra opción que la de volver al redil de la revolución. Que los países socialistas tuvieran intereses de Estado era algo inadmisible para el Che; su obligación era la de prestar una ayuda incondicional y a fondo perdido.
La postura de países asistidos ha calado muy hondo, sobre todo, en el pensamiento de izquierda latinoamericano. La creencia de que los países poderosos están obligados a ayudarnos por haber explotado nuestras riquezas naturales, sin que medie la noción de rentabilidad y menos aún la de trabajo, ha quedado plasmado en el célebre libro de Eduardo Galeano, las Venas abiertas de América latina: eficacia, competitividad, son nociones ajenas a esta postura. Hoy, la configuración de esa reivindicación de pueblos asistidos ha cobrado realidad; las potencias se han percatado de lo ventajoso que es convertir a los pueblos en indefinidamente pobres receptores de caridad, encargando a miembros de las elites nacionales de administrar esa caridad. Así los pobres se mantendrán en la posición de subalternos, alejados de la noción de ciudadanos con derechos y deberes, mientras que las elites preservan su estatus de élites. Las ONG son los vectores del comercio de la caridad que satisface a todos, perennizando así la dinámica el amo y del esclavo, modelo de funcionamiento de la sociedad que se instauró tras haberse independizado América Latina de España; para no remitirme más lejos en la historia.
El atrevimiento del Che de empuñar las ramas - ese símbolo fálico por excelencia -, de enfrentarse simultáneamente a los países más poderosos del planeta, generó en América Latina un sentimiento de rehabilitación nacional a escala continental que generó una revalorización de la imagen masculina del hombre latinoamericano, tan maltrecha por el papel subalterno que le he tocado jugar ante la eficiencia del poderoso Norte pragmático y eficiente.
Mientras que en el contexto occidental, el mito del Che adquiere vigencia debido a la acción que ese tipo de representaciones colectivas ejerce sobre los individuos: éstas, al transformarse en mitos, provocan una suerte de convergencia afectiva, independientemente de los espacios geográficos y de los parámetros culturales, hasta llegar a convertirse en la historia de todos; esa historia que forma la memoria de todos los pueblos. Y en ese orden de ideas no está de más recordar que los principios que sustentan el mito del Che, sintetizan los valores del patriarcado. Y ante los síntomas de fragilidad que manifiesta hoy el modelo de comportamiento masculino; y ante el debilitamiento de puntos de referencia identitarios masculinos, el mito del Che por su poder como factor de identificación, aparece como un modelo de referencia que reconforta valores patriarcales que se han ido paulatinamente, debilitando.
Del aparato simbólico guevariano ha quedado excluido totalmente lo femenino. Sin madre que acogiera su cuerpo en el momento de su muerte; sin Verónica que le enjugara el rostro: sólo queda que el tiempo demuestre el fin d una ilusión.
Tras la muerte del Che los innumerables intentos de lucha armada que se sucedieron en el continente, y las diferentes muestras de nostalgia, constituyen la expresión de un duelo que aún está por hacerse. Lo que demuestra lo poco fieles a las propias enseñanzas de Ernesto Guevara que son sus admiradores pues se niegan a considerar desde una perspectiva histórica el episodio guerrillero ocurrido en Bolivia: no era propio de Ernesto Guevara dejar pasar los acontecimientos sin someterlos antes a un despiadado análisis.
París, octubre 1996.